2010/04/02

La lucrativa gran boda fallida del euro

por Gideon Rachman

En alguna parte del desván tengo un cuadro casero con las 12 viejas divisas europeas que confeccioné, en un momento de nostalgia, justo antes de que quedaran obsoletas con la entrada del euro el 31 de diciembre de 2001.

Los viejos billetes muestran ilustraciones de personas y lugares reales; el dracma griego lleva la imagen de las ruinas de Olimpia, el franco francés un retrato de Paul Cézanne. Los euros que los reemplazaron están decorados con edificios que parecen vagamente europeos pero que no corresponden, en realidad, a ningún sitio en concreto.

Siempre pensé que los diseños imaginarios en los billetes de euro daban cierta idea de la frágil identidad que sostiene a la divisa única europea. Si los europeos ni siquiera podían identificar símbolos y héroes compartidos, ¿serían realmente capaces de ponerse de acuerdo sobre las políticas y sacrificios comunes cuando la situación empeorase?

La crisis de la deuda griega es la prueba más seria hasta la fecha para el euro. El pasado jueves se llegó al acuerdo de que Grecia podría solicitar créditos del Fondo Monetario Internacional y de sus socios europeos, si llega a necesitarlo.

Esto podría tranquilizar a los mercados durante un tiempo. Pero no aborda el problema subyacente. Los creadores del euro eran como los padres que preparan un matrimonio concertado. Sabían que estaban uniendo países con economías y culturas políticas muy distintas. Pero esperaban que, con el tiempo, los nuevos socios crecerían juntos y formarían una unión genuina.

De hecho, la UE contaba con tres formas de convergencia: económica, política y popular. Cuando se lanzó el euro, se dijo que el aumento del comercio y la inversión entre los países de la eurozona daría lugar a una economía europea verdaderamente unificada, en la que los distintos niveles nacionales de productividad y consumo llegarían a convergir. También se asumía –o tal vez sólo se esperase– que el euro generaría convergencia política. Una vez que los europeos usaran los mismos billetes y monedas, se darían cuenta de cuánto tenían en común, desarrollarían lealtades compartidas y estrecharían su unión política.

Finalmente, los padres de la divisa única esperaban un tercer tipo de convergencia, entre la élite y la opinión pública. Sabían que en determinados países clave, especialmente Alemania, la población no compartía el entusiasmo de la élite política por la creación del euro. Pero esperaban que, con el tiempo, abrazara la nueva divisa única europea.

Lo que la crisis griega muestra es que el matrimonio concertado europeo está en serios apuros. Los socios no han crecido juntos. Durante mucho tiempo, países como Grecia y Portugal se beneficiaron de la ilusión de la convergencia económica gracias a los bajos tipos de interés y a la estabilidad que aportó el euro. Cuando la economía europea estaba creciendo, los mercados creyeron en la fantasía de que había pocas diferencias entre la deuda griega y la alemana. Pero esa situación ha cambiado –y Grecia tiene que pagar una significativa prima sobre sus créditos–.

También resulta obvio ahora que países como Grecia, España y Portugal luchan por competir con la economía alemana, mucho más productiva. Al formar parte de una unión monetaria, no pueden devaluar su divisa para salir de la crisis. La única alternativa que se les presenta es un largo y doloroso periodo de austeridad para reducir costes mediante recortes salariales y del nivel de vida.

Esta falta de convergencia económica ha revelado la carencia de convergencia política en torno a una identidad europea compartida. Alemania, la mayor economía de Europa, muestra una sorprendente falta de afinidad con los griegos. La postura alemana parece ser que las economías europeas más débiles están pagando el precio por no ser tan trabajadoras ni estar tan cualificadas como los alemanes –y ahora deben entrar en vereda o abandonar el euro–.

Hacen caso omiso de las sugerencias de que la adicción a las exportaciones y el bajo consumo de Alemania podrían tener parte de responsabilidad en la crisis de la eurozona. Algunos políticos griegos han respondido a la presión alemana con referencias airadas a la brutal ocupación nazi de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Para que luego hablen de la solidaridad europea.

La dura postura alemana muestra que la tercera convergencia –entre la élite y la opinión pública– tampoco se ha producido. La población alemana sigue recelando de las consecuencias de la unión monetaria. Temen que se pida a los alemanes que mantengan el esquema al que se han acostumbrado los irresponsables políticos y los pensionistas griegos. Ante la proximidad de las cruciales elecciones regionales del mes de mayo, Angela Merkel, la canciller alemana, se esfuerza por demostrar lo dura que está siendo con Grecia.

Cuando se lanzó el euro, los líderes políticos alemanes solían exponer, con evidente entusiasmo, que la unión monetaria terminaría haciendo necesaria una unión política. La crisis de Grecia era precisamente el tipo de acontecimiento que se esperaba que acelerara el ritmo. Pero, ahora que afronta una crucial crisis, el Gobierno de Merkel está evitando las declaraciones displicentes sobre una unión política –prefiriendo en su lugar imponer una dura medicina económica a los reticentes griegos–.

El euro se asemaja cada vez menos a una unión indisoluble, y más a un infeliz matrimonio entre socios incompatibles. Tal vez debería rescatar esas viejas divisas europeas del desván. Podrían estar menos obsoletas de lo que pensaba.

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